"LA PAZ DE LOS CAMPESINOS ES LA JUSTICIA
SOCIAL"
ANZORC / Martes 18 de diciembre de 2012.
El despojo violento ha sido la constante en la historia
de campesinos, afrodescendientes, e indígenas en Colombia. El despojo de la
tierra, de la cultura, de los derechos, de la dignidad.
Si bien el régimen político y económico se ha basado en
la exclusión de los mas amplios sectores de la sociedad, no dudamos que tal
exclusión se ha ensañado en contra nuestra. La concentración de la tierra manifiesta
en un coeficiente Gini por encima del 0,8 lo confirma, junto con los mayores
indicadores de pobreza que afectan al campo, la violencia política contra el
campesinado, y una contrareforma agraria que ha dejado entre 8 y 10 millones de
hectáreas de tierra despojada a los pobladores del campo .
A lo largo de la historia, el despojo de la tierra ha
tomado forma de latifundio ganadero, plantación de caucho, explotación de
hidrocarburos y minera, monocultivo de caña y de palma, apertura económica,
implementación de megaproyectos sin consulta a las comunidades.
La ley ha sido desde inicios del siglo pasado,
instrumento de los acaparadores de tierras, para despojarnos. Desde la ley 200
del 36, hasta la ley 135 del 61, los tímidos intentos de redistribuir la tierra
han sido rápidamente neutralizados por nuevas leyes regresivas, que aprietan la
tenaza con que la han asegurado. La ley 160 del 94, redujo las esperanzas de
acceder a la tierra, a la imposición del mandato internacional de crear un
mercado de tierras, que mas bien favoreció de nuevo a latifundistas y
narcotraficantes.
La Constitución del 91, que representó una ventana de
oportunidad para indígenas y afrocolombianos al reconocerles parte de sus
derechos sobre la tierra y el territorio, nos dejó a los campesinos al margen
de tal reconocimiento, y desprovistos de recursos efectivos para tener la
tierra. En la actualidad, el despojo se asoma en el proyecto de ley general de
tierras y desarrollo rural, bajo la forma de derecho de superficie, nefasta
fórmula bajo la cual no solo seremos forzados de nuevo a entregar la tierra,
sino que la tierra y nuestros territorios serán arrasados, en favor de la
producción de agrocombustibles y comida para exportación, en contra de nuestra
soberanía alimentaria, y de la integridad de ecosistemas estratégicos.
La reforma agraria por la que hemos luchado a lo largo de
mas de un siglo, se nos ha revelado como un mal remedo que en el mejor de los
casos, nos entregó tierras que después nos vimos forzados a mal vender o
abandonar por falta de infraestructura, tecnología, servicios, financiamiento y
acceso a mercados, y por la violencia política que siempre ha operado en favor
de nuestro despojo. Reforma agraria que por último fuera burlada y reemplazada
por el artificio de un mercado de tierras, que ni en la imaginación podría
redistribuir equitativamente la tierra, y que ha querido ser fortalecido con la
ley de víctimas y restitución de tierras. Lejos de restituirnos la tierra, con
esta ley a lo sumo nos entregarán títulos, para entregársela asegurada a los
grandes empresarios nacionales y extranjeros, de quienes se nos dice como un
mal chiste, que nos convertirán en “empresarios”, mote con el que ocultan una
renovada forma de explotación de nuestra fuerza de trabajo.
También se nos ha querido despojar de la dignidad, se nos
ha tildado de “atrasados”, “incapaces” “violentos”. Incluso, “negro”, “indio” y
“campesino”, se convirtieron en insulto para las gentes de la ciudad, el campo
ha sido satanizado, visto como un lugar inhóspito, inseguro, indeseable, y a
los campesinos se nos ha visto y tratado como delincuentes. Hemos sido los
primeros objetivos de la lucha contra las drogas, encarcelados, fumigados,
desterrados, una y otra vez. Los medios masivos de comunicación han jugado un
lamentable papel en la reproducción de estos imaginarios.
Se nos ha tildado de depredadores ambientales. Después
que la falta de voluntad de redistribuir la tierra, y el poder violento de los
terratenientes, nos expulsaron a la ampliación de la frontera agraria, a la
siembra de cultivos ilícitos, a las selvas que hemos tenido que domar a costa
de nuestra salud y la vida de muchos de nuestros hijos. Pero se ha desconocido
que además de sobrevivir, muchas de nuestras comunidades se han comprometido
con la protección del medio ambiente. Sin embargo, tales reclamos no son hechos
a las grandes empresas extractivas de hidrocarburos y minería, que depredan la
naturaleza a una velocidad y escala muy superior. Por el contrario, se les han
generado las mejores condiciones políticas, jurídicas y económicas para que
amplíen su accionar, y sean hoy día una de las mayores amenazas en contra de
nuestro pueblo y nuestros ecosistemas.
En las últimas décadas, la única forma en que el país
volvió sus ojos a nosotros, fue para mirarnos con desconfianza o con una inactiva
compasión, trajinar por las calles de sus ciudades y edificios oficiales,
hacinarnos en barrios marginales, intentado sobrevivir, escondernos,
reorganizarnos, y reclamar algo de lo nuestro, a un Estado indolente e incapaz
de hacer justicia. Ni la declaración del estado de cosas inconstitucional de la
Corte Constitucional, las presiones de la comunidad internacional, ni la
movilización social han logrado reversar el desarraigo y la injusticia.
Al despojo hemos respondido con una aguerrida lucha
social por la tierra y la justicia. Por una reforma agraria estructural, por un
cambio trascendental no solo para el campo, sino para la vida social, económica
y política del país. La organización y la movilización social ha sido nuestra
única arma contra el establecimiento que nos ha desterrado y desconocido. Los
paros agrarios, las marchas campesinas, las tomas entre otros, han sido los
mecanismos de presión con los que nos hemos hecho escuchar de gobiernos
soberbios con su pueblo, reacios al diálogo nacional, pero dóciles a los
mandatos coloniales. Nos hemos hecho oír de una sociedad apática y absorta en
las promesas incumplidas de modernización y desarrollo mal copiados, y ajenos a
nuestras identidades y realidad.
Los acuerdos y compromisos alcanzados con gobiernos de
turno, representan la constancia histórica de nuestras exigencias, pero también
de nuestros desoídos aportes a la vida social, económica y política del país.
No hemos exigido otra cosa, que el cumplimiento del Estado social de derecho.
Hemos propuesto estrategias de desarrollo basadas en el conocimiento del medio
natural, la soberanía alimentaria y la garantía de derechos. El incumplimiento
de estos acuerdos y compromisos arrancados al calor de la lucha social, ha sido
generalizado o en el mejor de los casos, se ha reducido a marginales raciones
asistencialistas.
Nuestras luchas han tenido como respuesta, una sangrienta
represión. La masacre de las bananeras y el Plan Laso, representan destacados
pero no únicos, vergonzosos ejemplos de la barbarie con que hemos sido
tratados. Sus huellas en la memoria del país, se niegan a desaparecer, al ser
seguidos por millares de crímenes aún sin terminar de cuantificar. Muchos de
los cuales fueron conocidos a través de sórdidas confesiones paramilitares
televisadas a los ojos de una sociedad pasmada por el horror, o distraída en
reinados, telenovelas, fútbol y chismes mediáticos. Masacres, torturas,
detenciones injustas, ejecuciones extrajudiciales, amenazas, pueblos
incinerados y familias desterradas. Crímenes que en su mayoría permanecen en la
impunidad al amparo del fuero penal militar, estatutos de seguridad, justicia
sin rostro, entre otros mecanismos, son el costo de la movilización social
campesina.
Hoy, en esta nueva y trascendental oportunidad para la
paz, saludamos el diálogo porque como hemos venido insistiendo, estamos
convencidos que el diálogo es la ruta hacia la paz con justicia social. No solo
recalcamos que el país no puede vivir de espaldas al campo, sino que no puede
vivir de espaldas a las mayorías trabajadoras, a las minorías étnicas,
sexuales, y culturales, a las mujeres, a los jóvenes, a los niños. El país, y
particularmente los sectores dominantes que han ostentado el poder, no pueden
seguir negándose a la participación política real, a la democratización, a la
justicia social.
La estrepitosa crisis del capitalismo, que no solo se
expresa en crisis económica, desempleo, el hambre de mas de mil millones de
personas en el mundo, enormes desigualdades y guerras, sino en el agotamiento
de los recursos naturales devastados, en una carrera frenética hacia un
supuesto progreso que solo ha beneficiado a unos pocos, deja en claro que es un
suicidio seguir entregándole el destino de la humanidad y del planeta, a los
grupos económicos transnacionales y a las potencias neocoloniales, a merced de
su libre competencia.
La paz que anhelamos y en la que nos comprometemos, es la
paz que se opone a esas desigualdades, a la libre competencia entre
devastadores. La paz que anhelamos, y en la que reclamamos participación, es la
paz con justicia social, la de la distribución equitativa de la riqueza, la del
reconocimiento político, y la vida digna para todos.
No solo reclamamos la redistribución de la tierra, sino
la redistribución de toda la riqueza que los trabajadores colombianos
construimos día a día. Reclamamos la redistribución del poder. No reclamamos el
poder al que estamos sometidos, el poder que oprime, discrimina y excluye, el
poder que despoja, arrasa la vida, y teme a la diversidad. Tenemos derecho y podemos
ejercer el poder, el poder que desde la base enriquece a toda la sociedad. En
ejercicio de ese poder hemos sobrevivido las comunidades rurales, hemos
intentado domar la naturaleza y nos hemos dejado domesticar por ella, hemos
aprendido sus secretos y sus lecciones, hemos construido comunidad,
consensuando normas propias, produciendo alimentos, organizándonos a partir de
la solidaridad, para sobrevivir al destierro, a la exclusión, al abandono
estatal, al olvido social, y al terror.
De ese poder desde la base, somos capaces todos los
colombianos y las colombianas. Así lo ha demostrado una rica historia de
movilización obrera, estudiantil, cívica, indígena, cultural, de géneros, afro,
y por la paz, resistiendo a la exclusión política, social y económica. La
organización de los diversos sectores de nuestra sociedad como artesanos,
artistas, comerciantes, vendedores ambulantes, madres comunitarias,
profesionales, pequeños y medianos empresarios, transportadores, mineros
artesanales, maestros, defensores de derechos humanos, comunicadores
comunitarios, consumidores, y muchos otros que están organizados en
cooperativas, asociaciones, redes, desde las que se construye tejido social,
democracia y economía, da cuenta de una sociedad dispuesta y capaz de
participar en el ejercicio de la construcción de la paz con justicia social.
A esos sectores y a todos los que se comprometan con esta
paz, queremos sumarnos. En ese surco, y con todas esas manos queremos
sembrarla, y cosechar la vida digna que anhelamos para toda la sociedad.
Incluso con los terratenientes, empresarios, banqueros, estamos dispuestos a
definir las reglas de la justicia social. Estamos conscientes que en el campo
no estamos solos, no queremos estarlo, no queremos un campo para los
campesinos, queremos el campo para el país, el campo para la soberanía
alimentaria, para la conservación de los ecosistemas, para el futuro de
nuestros hijos. El campo articulado a las ciudades.
Construyamos soberanamente nuestras formas políticas,
nuestra economía, nuestra cultura. La globalización no puede seguir
significando la subordinación de nuestros países, y la entrega de nuestra
riqueza natural en la reproducción de un modelo económico extractivista, para
sostener el consumo desaforado del llamado primer mundo. Nuestra integración al
mundo globalizado debe desarrollarse en dirección a la justicia social global,
a la cooperación y la paz. Basta ya de seguir modelos impuestos, de medidas de
ajuste, de recomendaciones de política, de Alianzas para el Progreso, de Planes
Colombia.
El trabajo, la conciencia, el equilibrio con la
naturaleza, la cooperación, la solidaridad, la concertación, han sido los
motores de nuestra supervivencia en el campo. A través de ellos, hemos
conformado territorios, mantenido parcelas, hemos producido alimentos para las
ciudades, hemos conservado culturas y ecosistemas.
Esos son valores que le proponemos hoy a la sociedad
colombiana, como motores para la construcción de la paz con justicia social que
se cimente en: El reconocimiento social, político y económico del campesinado;
El modelo de desarrollo rural que pone en el centro el respeto por la vida
humana y la naturaleza; La explotación de la riqueza minera gradual,
delimitada, diferenciada y revertida al desarrollo local y nacional; El
ordenamiento territorial social y ambiental que garantiza el equilibrio entre
aprovechamiento y conservación de los recursos y los ecosistemas; La reforma
agraria estructural que tiene en la zona de reserva campesina, un instrumento
privilegiado y articulado a otros.
El reconocimiento social, político y económico del
campesinado, implica que la sociedad colombiana abandone los imaginarios que
nos descalifican. El Estado debe desarrollar un activo papel en la
transformación de tales imaginarios, mediante la aplicación de una política de
inclusión y reconocimiento que contemple nuestra activa participación en la
toma de decisiones sobre los destinos del campo, y sobre la relación
campo-ciudad. Según el PNUD, somos una tercera parte de la población y estamos
en el 94,4% de la superficie del país. Esto no puede seguir siendo desconocido.
Los campesinos hemos mostrado nuestra capacidad para
abastecer de alimentos y otros productos a las ciudades, e incluso para la
exportación. Tenemos que participar en los mercados, en el diseño de las
políticas y en las ganancias, no podemos seguir siendo los del mayor trabajo y
la menor ganancia. Se deben reconocer formas alternativas de mercado que
garanticen la equidad y la satisfacción de necesidades para todos.
Esa capacidad debe ser reconocida y potenciada mediante
el reconocimiento de nuestros saberes tradicionales, y la participación en la
construcción del conocimiento, la ciencia y la tecnología para la producción
agraria y la conservación. Pero para ello, la educación debe llegar al campo,
ser pertinente y de calidad, nuestras formas de educación, deben ser respetadas
y fortalecidas. Basta ya de transferencia de tecnología, queremos y podemos
construir conjuntamente el conocimiento. Debemos diseñar estrategias y fondos
sostenibles para ello.
Nuestros modos de vida y nuestra cultura deben ser
dignificados, protegidos y fortalecidos. La política nacional de cultura debe
incluirnos como sujetos activos, debemos ser protagonistas y beneficiarios de
la vida cultural del país.
Nuestro reconocimiento como sujetos sociales y políticos
debe materializarse a través del consentimiento previo, libre e informado.
Tenemos el derecho a ser decidir sobre el manejo de nuestros territorios que
son el futuro de nuestros hijos, los hijos del campo y los de la ciudad, y
tenemos derecho a participar de los beneficios de la explotación que
consintamos. Las formas de autonomía territorial que hemos establecido ante el
abandono estatal, deben ser respetadas, y la concertación debe ser el mecanismo
idóneo para definir los términos del desarrollo.
Así, el estado colombiano debe ponerse a tono con el
reciente reconocimiento internacional de los derechos de los campesino y tomar
las medidas estructurales y legislativas que los hagan aplicables. Para ello,
el respeto y fortalecimiento de las formas organizativas campesinas debe ser
garantizado. Juntas de acción comunal, reglamentos comunitarios, asociaciones,
cooperativas deben ser instancias de participación y concertación con el Estado,
y con otros sectores de la sociedad, para lo cual deben ser fortalecidas.
Además del Estado, los medios masivos de comunicación, la academia y el sector
agroindustrial deben contribuir en nuestro efectivo reconocimiento.
Proponemos un modelo de desarrollo rural que ponga en el
centro el respeto por la vida humana y la naturaleza, que repudie el
extractivismo y la devastación de los recursos naturales y que garantice la
integralidad de los derechos para toda la población y todo el territorio
nacional. Este modelo valoriza la economía campesina, la articula con equidad a
la industria, el comercio y los servicios, y se orienta hacia la soberanía
alimentaria. Este modelo implica que la economía campesina sea subsidiada, que
se garanticen condiciones para que el campesinado pueda también hacer
agroindustria, y participar en los mercados locales, regionales, nacionales e
internacionales, desde formas asociativas como las cooperativas, pero también
en alianzas equilibradas con los empresarios, favoreciendo la articulación
entre el campo y la ciudad.
Este modelo implica la implementación de una verdadera
reforma agraria, y el reconocimiento de los territorios campesinos, indígenas y
afrocolombianos como claves de un desarrollo sustentable.
Por su coherencia con la dignificación de los campesinos,
la protección ambiental y la soberanía alimentaria, la disminución de costos y
la mayor utilización de trabajo campesino, la agroecología debe convertirse en
una política nacional, de gradual y concertada implementación, amparada por
subsidios. Para ello se deben fortalecer y replicar las experiencias existentes
en alianza con los centros de investigación.
Se debe impedir la implementación de monocultivos,
proteger las semillas del acaparamiento y el maltrato genético, diversificar
los cultivos y las formas de producir y distribuir, dando cabida al trueque
entre familias y comunidades,
El modelo de desarrollo que proponemos se integra a un
mundo globalizado desde la cooperación y la justicia, por ello saludamos los
tratados de comercio basados en el respeto de la soberanía y en la equidad de
los intercambios, proponemos límites razonables a la inversión extranjera y a
la acción de las transnacionales, particularmente en lo que hace a los efectos
ambientales, los derechos de los trabajadores y la propiedad de la tierra.
La explotación de la riqueza minera y de hidrocarburos
deber hacerse en forma gradual, delimitada, diferenciada y revertida al
desarrollo local y nacional.
El país debe desmontar la locomotora minera. La
explotación minera y de hidrocarburos debe dejar de atentar contra la
permanencia en el territorio de las comunidades agrarias, debe dejar de
amenazar la soberanía nacional. Se debe convertir en una fuente de soberanía
energética, puesta al servicio de toda la sociedad, e incluso de nuestros
vecinos. Pero tal explotación definitivamente debe tener límites muy claros y
de riguroso cumplimiento. Límites en la escala, en el tiempo, en los métodos,
en los lugares, en los sujetos que la ejecutan, en los beneficiarios.
La soberanía energética inicia con la construcción de una
visión estratégica del aprovechamiento minero, bajo la conciencia de que no se
trata de recursos infinitos, y que muchas generaciones vendrán luego de la
nuestra. El Estado debe comprometerse a generar el conocimiento y la tecnología
necesarios, para que en el mediano plazo, la explotación de estos recursos sea
ejecutada por el Estado. El conocimiento y la tecnologías propias, garantizan
un mejor desarrollo de la minería para que responda a las necesidades de
abastecimiento, y a la de protección ambiental.
Entre tanto, se debe definir en cada caso si es viable o
no la explotación de los recursos mineros, según las características propias de
cada contexto, para ello el estudio juicioso de los efectos ambientales y
sociales, así como el consentimiento previo, libre e informado de las
comunidades debe cumplirse. De ser aprobada la explotación, se debe establecer
el tope máximo de explotación, los métodos, los mecanismos de mitigación de
efectos y la participación nacional y local de los beneficios en el marco de
planes concertados de desarrollo sustentable.
Las licencias ambientales deben ser mas exigentes para
responder a mas ampliamente a los efectos locales y regionales de la
exploración y explotación. La legislación debe ser modificada para proveer
seguridad para el ejercicio de la pequeña minería y la minería artesanal de la
que viven comunidades agrarias enteras. Así mismo se debe estimular la
producción de oro verde.
El ordenamiento territorial social y ambiental del país
debe garantizar el equilibrio entre aprovechamiento y conservación de los
recursos y los ecosistemas. El uso de los suelos debe ser coherente con su
vocación, se debe revertir el proceso de ganaderización y aumentar la
superficie destinada a la agricultura organizada en pequeña y mediana
propiedad, y diversificación de cultivos. Se debe reconocer la existencia de
regiones, concediéndoles importantes niveles de autonomía y articulándolas a
otras figuras de ordenamiento territorial.
La protección de los ecosistemas y el agua debe
comprometer a las empresas y a las comunidades agrarias que los conocen. Las
figuras de protección ambiental deben contemplar los conocimientos
tradicionales y las relaciones de las comunidades con la naturaleza,
permitiéndoles habitar en ellas bajo normas claras, y estricto cumplimiento de
responsabilidades y límites, en los casos en que su permanencia ha sido
histórica, o promoviendo su abandono con garantías.
Se debe crear en forma concertada con campesinos,
indígenas y afrocolombianos, una figura territorial interétnica e intercultural
que tramite los conflictos territoriales interculturales y garantice el respeto
de las identidades culturales y la armónica convivencia.
El ordenamiento territorial y la política agraria debe
ofrecer estímulos y desestímulos al poblamiento, distribuidos en el territorio
nacional, de suerte que su ocupación sea equilibrada y sostenible. Se debe
cerrar la frontera agraria, garantizando las condiciones generadas por la
reforma agraria integral.
La reforma agraria estructural tiene cada vez mayor
vigencia, y la reivindicamos una vez mas, como una urgente necesidad no solo
para el campesinado, sino para el país.
La estructura agraria del país caracterizada por la
concentración de la tierra y del poder ligado a ella, es responsable de la
desigualdad y la exclusión de las comunidades agrarias. Esa estructura agraria
debe ser erradicada y reemplazada por una en la que se desconcentre la tierra y
el poder. Las relaciones sociales, políticas y económicas en el campo y con el
campo, deben estar basadas en la justicia.
La tierra debe ser redistribuida equitativamente y el
retorno de los desplazados debe ser una prioridad. Esta demostrado que la
producción agraria es mas eficiente si se desarrolla combinando unidades
productivas pequeñas, medianas y grandes, y diversificando la producción, lo que
adicionalmente protege los suelos, la biodiversidad y la seguridad alimentaria
de los pobladores rurales.
Se deben establecer límites máximos a la propiedad
privada de la tierra, se deben desmontar los latifundios, se debe combinar la
propiedad individual con la propiedad colectiva, se deben expropiar los predios
que no cumplen una función productiva o ambiental.
La producción agrícola debe disponer de infraestructura,
y recursos técnicos y tecnológicos propios que garanticen la protección de los
suelos y del medio ambiente, así como la calidad, suficiencia y pertinencia de
los alimentos y los productos que demanda el país, lo cual debe ser el primer
objetivo de la producción.
Al lado de instrumentos como la expropiación, la compra
de predios, y adjudicación individual, las zonas de reserva campesina, deben
ser un instrumento privilegiado de reforma agraria, articulado a los
anteriores, a las figuras de protección ambiental y a los resguardos indígenas
los territorios de comunidades negras.
Proponemos la creación de un Sistema Nacional de Zonas de
Reserva Campesina, cuyo objetivo estratégico sea contribuir a la reforma
agraria, y el desarrollo sustentable de los territorios campesinos, esto es la
dignificación de la vida campesina, la conservación de la biodiversidad y la
contribución a la soberanía alimentaria del país. Este sistema debe estar
integrado por las autoridades agrarias y ambientales del nivel local, regional
y nacional, la academia, pequeños y medianos empresarios de las ciudades y las
comunidades de las zonas de reserva campesina. Debe sostener articulaciones con
el Sistema de Parques Naturales y otras entidades y actores relacionados con
sus fines. Coherente con este sistema, se debe implementar un Programa Nacional
de zonas de reserva campesina que cumpla con los objetivos del sistema
organizados en el corto, mediano y largo plazo.
En esta fecha histórica, al gobierno y las FARC-EP, les
decimos desde este foro: la paz que anhelamos y con la que estamos
comprometidos, es la de la justicia social, que solo puede ser construida con
el diálogo maduro y la negociación honesta. La paz nos compromete a todos los
sectores de la sociedad, no podemos aceptar que el contenido de la paz se
defina a puerta cerrada por las partes en confrontación armada. El conflicto
armado debe ser resueltos por ustedes prontamente. El conflicto social,
político y económico del país debe ser dialogado y negociado por toda la
sociedad. Es un desafío al que estamos mas que dispuestos. Les exigimos no
suspender los diálogos, y a mantener férrea la voluntad de avanzar y negociar
el fin del conflicto armado
A los sectores aferrados al poder y a la riqueza les
decimos hoy: no teman al poder desde las bases, no le teman a la controversia
de ideas, a la diversidad y la creatividad, no teman a la construcción soberana
y democrática de nuestra historia. No teman a la riqueza y la tierra bien repartidas,
no le teman a la justicia social.
A los demás sectores de la sociedad, a los excluidos, a
los olvidados, a los maestros, a las amas de casa, a los estudiantes, a los
comerciantes, a todos los que contribuyen a la riqueza del país con su trabajo
y que aún permanecen expectantes, los convocamos a la movilización social en
busca de la paz. Los cambios estructurales de nuestro régimen político y
económico, solo serán posibles con nuestra activa participación. Les invitamos
a apropiarse de los destinos del país, a participar en las decisiones que nos
afectan, a trabajar juntos por la justicia social que merecemos.
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