lunes, 22 de abril de 2013

EL HALLAZGO FELIZ (FRAGMENTO DEL PRIMER CAPITULO DEL LIBRO ARRIEROS Y FUNDADORES DE EDUARDO SANTA)

Un homenaje para el Líbano Tolima en sus 164 cumpleaños

Panorámica  del Líbano, Fuente Internet.

Contaban los abuelos que en una luminosa mañana de 1864 salió de la pequeña aldea de Manizales una tropilla  de hombres y mujeres, unos a pie, otros a caballo, rumbo al nevado del Ruiz y que luego, vertiente abajo, se internaron en territorios del antiguo Estado Soberano del Tolima. Iban ellos en pos de tierras y de minas sin dueño, buscando baldios a fín de hacerlos suyos por los títulos del esfuerzo colectivo y del trabajo sin desfallecimientos. Tenían sed de aventura, deseos de riqueza, fiebre de luchar contra obstáculos superiores a ellos mismos y buscaban la tierra, la tierra buena y sin dueño, donde arrojar la semilla y ver crecer la esperanza. Las mejores tierras de Manizales y de las comarcas vecinas ya habian sido ocupadas por migraciones anteriores. Pero allá, tras el nevado, en la otra vertiente de la cordillera central, había un país selvático y misterioso del cual muy poco se sabia en los nuevos poblados que la incontenible corriente migratoria  venia edificando y del cual apenas si hablaban vagamente aventureros codiciosos, arrieros trotamundos y buscadores de oro y de ganado cimarrón.


Nicolás Echeverry, uno de los fundadores de Manizales, junto con otros compañeros, ya se habian atrevido a cruzar el espinazo andino penetrando en estos territorios del antiguo Estado Soberano del Tolima y habian fundado hacia 1846  el primer establecimiento agrícola en el sitio denominado "Casas viejas", cercano al nevado del Ruiz, a varias leguas de la que hoy es población de Murillo. Otros habian buscado un camino que conectara a Manizales con el río Magdalena por la vía Lérida (En aquel entonces Peladeros) y unos pocos habian corrido la aventura de buscar por esta vertiente cierto ganado salvaje que pastaba libremente y que procedía de algún criadero que en tierras de Mariquita había poseido alguna comunidad religiosa.

La nueva caravana colonizadora se dispuso a marchar por las serranías verdes donde la naturaleza del trópico revienta en mil colores, por entre los enmarañados laberintos vegetales donde la espina urticante y el bejuco opresor castigan y flagelan sin piedad, por sobre los páramos desérticos en los que multitud de pozos azufrados son como engañosos espejos de mil colores y donde el viento impertinente y seco se arrastra y silba soplando la indefensa soledad del cactus. En esa caravana intrépida va un joven aprendiz de militar  que apenas hace un año dejó sus arreos, se deshizo de polainas estorbosas y colgó de algún clavo de la casa familiar su sable niquelado de gran empuñadura. No hace un año todavía que este joven silencioso caminaba por senderos abruptos, como este de ahora, con anteojo de larga vista nervioso, atento al movimiento  de las tropas enemigas que desfilaban a varios kilómetros con lentitud de hambre y de cansancio. Eran sus épocas de aprendizaje bélico al lado del gran general don Tomás Cipriano de Mosquera. Ahora en cambio, va montando en su caballo alazán con los arrestos  de su mocedad, puestas sus botas de conquistador sobre los estribos de cobre que suenan como un par de campanas sobre los ijares de la bestia, cada vez que hay que salvar un obstaculo en la brecha. Ese joven y gallardo jinete se llama Isidro de la Parra o, mejor Isidro Parra, a secas, por que entre las gentes de su estirpe  los apellidos ampulosos suenan como el cobre de los estribos, con antipática estridencia y, a pesar de ser descendiente de nobles hidalgos venidos de Andalucía o de alguna provincia vascongada, tienen una gran propensión hacia la sencillez y hacia la síntesis.

Isidro Parra tenía por aquel entonces veinticinco años, era de regular estatura, sus ojos de azul intenso, blanca la tez y los cabellos negros, la voz fuerte y sonora como para domesticar ejércitos  y ser escuchada en plena selva, y en su frente amplia empezaban a dibujarse dos pequeñas arrugas verticales que era síntoma somático de una recia voluntad y un gran don de mando. Terciada sobre su ancha espalda llevaba una escopeta de cacería y al lado derecho de su silla de arnés colgaba un cacho de buey, abierto por el pitón, a manera de rustica corneta. Con él venian entre otros Vicente Rivera, Ezequiel Bernal, Miguel Arango, Alberto Giraldo, Teodomiro Botero, Jesús Arias, Rafael y Joaquin Parra, con sus respectivas familias, y otros a cuyo esfuerzo les debe la república una de sus poblaciones mas prósperas y ricas. Con ellos venian algunas mujeres, esposas, hermanas e hijas, que codo a codo con los hombres se disputaban el peligro, con ese gran sentido estoico propio de la estirpe a la cual pertenecian. Entre estas abnegadas mujeres es justo recordar a Hercilia Echeverry y a Amelia Parra, ejemplos verdaderamente extraordinarios de abnegación, de espiritu de sacrificio, de pujanza y de valor.    

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