Darío Fajardo Montaña / Viernes 13 de
septiembre de 2013
Tomado de: Agencia Prensa Rural.
El paro agrario y popular iniciado a mediados de
agosto ha trascendido con creces otras iniciativas de este tipo ocurridas en el
país, en términos de los sectores movilizados, de su persistencia y de sus
alcances políticos. Su convergencia con otros hechos, como las conversaciones
de paz de La Habana, las negociaciones del paro del Catatumbo, el paro de los
trabajadores de la mina de El Cerrejón, las protestas de pequeños mineros de
otras localidades, los educadores, etc., le dan nuevas tonalidades al escenario
político colombiano y de alguna manera han obligado al gobierno a conversar con
los representantes de la protesta.
Un aspecto trascendental de esta movilización ha
sido su capacidad para impactar los medios urbanos, en particular a Bogotá,
habiendo partido del medio rural, prácticamente invisibilizado en los panoramas
citadinos. Posiblemente han contribuido a este efecto el heroico proceso del
Catatumbo y también el que, gracias a las conversaciones de La Habana, en las
que el campo surge como un primer punto de su agenda, los temas agrarios
recuperaron espacio en las valoraciones políticas de las problemáticas
colombianas.
Las movilizaciones agrarias y populares han
ocurrido como resultado de las crecientes dificultades que afrontan las
comunidades del campo para sobrevivir en medio de la guerra, del
empobrecimiento, de la carencia de vías y servicios, de la destrucción de sus
cosechas y de las dificultades que impiden el acceso de sus productos al
mercado. Estas circunstancias se han sumado al empobrecimiento de sectores
sociales urbanos cada vez más extendidos, lo cual ha generado en ellos
manifestaciones de solidaridad con la movilización agraria.
El paro ha sido el resultado de un acumulado de
condiciones que pareciera haber llegado a un punto límite. En los campos, el
encarecimiento de los costos de producción de los bienes agrícolas derivado de
la subyugación del capital financiero sobre la producción y comercialización de
los insumos se añade a los sobrecostos que imprimen el monopolio de la
propiedad agraria y los atrasos en las dotaciones de infraestructuras viales y
de riego. En las ciudades, las comunidades sufren el crecimiento del costo de vida,
de la vivienda, de la salud, de los alimentos, por efectos de la destrucción
del empleo y del deterioro los ingresos, lo que los acerca a los reclamos del
campo.
En este entorno el país conoció la denuncia del
atentado contra nuestra agricultura contenida en el video “9-70”, realizado por
Victoria Solano, joven y valiente comunicadora. Referido al decreto de esa
numeración, expone la campaña de destrucción de semillas de arroz en el
municipio de Campohermoso, Huila, cuna de la reforma agraria. Los hechos
documentados, denunciados igualmente por un prestigioso prelado de la iglesia
católica, corresponden al cumplimiento de tal decreto e ilustran la acción
violenta de la policía, guiada por los funcionarios del Instituto Colombiano
Agropecuario (ICA) contra los agricultores de esa localidad a quienes expropian
toneladas de las semillas del cereal, conservadas de acuerdo con las prácticas
tradicionales.
La norma, que prohíbe el trasiego de este tipo de
simiente para imponer la compra de semillas certificadas, fundamentalmente por
corporaciones transnacionales, al igual que la resolución 4287 de 2007, que
restringe la comercialización de cárnicos tradicionales, derivan del Tratado de
Libre Comercio al cual adhirió Colombia bajo el gobierno de Álvaro Uribe y
ratificó su sucesor.
Aseguran los productores que el uso de estas
semillas ya los condujo al fracaso, como ocurrió con el algodón transgénico
utilizado en siembras en los departamentos de Córdoba y Tolima, lo cual
contribuyó a la quiebra de una proporción significativa de los agricultores de
esas regiones, al igual de lo ocurrido en otros países sobre los que se ha
extendido este modelo económico y tecnológico . En nuestro caso ha sido
particularmente irritante para el país y en particular para los campesinos que
el ICA, institución creada inicialmente como apoyo para la reforma agraria haya
degenerado en un agente policivo más, al servicio de las transnacionales,
primeras beneficiadas del comercio de las semillas certificadas.
De esta manera, la acción del Estado está cada vez
más orientada a las acciones represivas de todo tipo. La respuesta oficial a la
movilización de las comunidades ha sido particularmente violenta: de acuerdo
con la comisión de derechos humanos de la organización del movimiento, el 10 de
septiembre se contabilizaban 12 personas asesinadas, 506 heridos, 4
desaparecidos y 262 detenidos de manera arbitraria.
Esta línea de conducta, recurrente del estado
colombiano, fue denunciada a propósito de lo ocurrido en el Catatumbo y se ha
hecho más protuberante en el desarrollo del paro agrario en los departamentos
de Antioquia, Boyacá, Cauca, Caquetá y Putumayo. Algunos “arrepentidos” no han
vacilado en condolerse de que los episodios de represión han enfrentado “a
pobres contra pobres”, aparentemente sin tener en cuenta que los pobres del
campo y de la ciudad, que se han levantado para defender su tierra, sus
semillas, sus cosechas, su derecho a la alimentación y su derecho a la vida,
están siendo reprimidos por los pobres que defienden los intereses de las
transnacionales!
Ahora, como siempre, las autoridades han esgrimido
el manido argumento de la “infiltración subversiva” para perseguir y
judicializar a quienes participan en el movimiento. Pero así como los “puentes”
entre lo rural y lo urbano no han necesitado la presencia de la subversión,
tampoco la han requerido los vínculos entre nuestras circunstancias y las de la
escena planetaria, ni aquellos que unen a nuestro pasado con el presente y a
éste con el futuro. Aún los medios de prensa más afines a los intereses
corporativos no han dejado de registrar los niveles de agitación social que
sacuden a países como Egipto, Grecia, Túnez y España, México y las comunidades
“minoritarias” de los Estados Unidos, incluyendo su 24 ciudades en bancarrota,
buena parte de los cuales está directamente asociada con la crisis alimentaria
y con los factores que la han generado, sin contar con la omnipresente
insurgencia.
De la misma manera, la mirada a los escenarios
actuales de la crisis, el Catatumbo, el sur del Meta, el Caquetá, nos lleva a
nuestro pasado y al recuento de “cuándo empezó la guerra?”, con esa misma
ausencia. Los destierros que condujeron a la formación de las comunidades de
colonos en esas regiones, empujados por la guerra y seducidos por las promesas
del Estado, que ofrecía las inversiones y subsidios con los que nunca cumplió,
no han sido olvidados. No importa que hoy ese mismo Estado pretenda encubrir
sus responsabilidades reescribiendo la historia: las víctimas lo recuerdan.
Pero las huellas que ha ido dejando la construcción
de una sociedad profundamente injusta con quienes más le han aportado, con
quienes labran los campos y producen los alimentos, con quienes han construido
las ciudades, están presentes no en un ánimo vengativo, de revancha: es en el
de las comunidades rurales y urbanas empobrecidas, de las madres desplazadas y
víctimas de los “falsos positivos”, de donde han ido surgiendo propuestas para
construir un país mejor. De los colonos vino el planteamiento de las zonas de
reserva campesina, convertidas hoy en herramienta para la reforma agraria; de
las y los desplazados retornados a sus tierras, las iniciativas de mercados
campesinos y trueques de semillas; y de las comunidades campesinas, indígenas y
afrodescendientes hasta ahora invisibilizadas, iniciativas para construir un
desarrollo rural que favorezca al país en su conjunto, para proteger el
patrimonio ambiental y las semillas tradicionales, y la iniciativa de recuperar
las Constituyentes de base, agrarias, arrogantemente descartadas por los
funcionarios “negociadores” ante el paro agrario, que debieron ceder ante la
propuesta de la mesa nacional unificada; fue de esas comunidades de donde
surgieron constituyentes municipales como la de Mogotes, Santander .
Ante la encrucijada que vive Colombia entre la
continuación de la guerra y el comienzo de la construcción de una paz justa y
duradera, las organizaciones campesinas han planteado la convocatoria a las
Constituyentes Agrarias por la Paz con Justicia Social, las cuales han de
concluir en una Asamblea Nacional de Constituyentes que recoja las propuestas y
soluciones al conflicto agrario que vive el país.
Por su lado, el gobierno se afana por encontrar
salida a la precaria situación en la que lo han colocado, de una parte, las
circunstancias que hicieron crisis y provocaron la movilización popular y de
otra, la reiteración de la inmodificabilidad del modelo de desarrollo y de los
TLC que lo sustentan, todo ello en los estrechos tiempos electorales. Hasta
ahora, de la iniciativa presidencial solamente ha salido un reajuste del
gabinete ministerial en el que permanecen quienes representan la repetición de
las políticas aplicadas hasta la fecha o se renueva con quien expresa las
orientaciones más regresivas de este mandato en este tema, en particular en la
apropiación de tierras que correspondieron a titulaciones de la reforma
agraria, según lo han señalado los parlamentarios del partido Polo Democrático
Alternativo Jorge Robledo y Wilson Arias. Las señales que da el gobierno no dan
campo a ilusiones sobre lo que podría ofrecer en el terreno de las
negociaciones. De esta manera se encuentra planteada ante el país la disyuntiva
entre la profundización de las condiciones que lo han conducido y mantenido en
la guerra y el inicio de una ruta hacia la construcción de la paz con justicia
y democracia. Anticipa a la primera la obcecación demostrada hasta el presente
en las políticas que reproducen el autoritarismo, el atraso, la inequidad y el
empobrecimiento que afectan a una proporción creciente de la población
colombiana. La segunda es la ruta de la esperanza, que de vía a la
democratización de la sociedad y del estado, del acceso a la tierra y a la
asignación de los recursos; que abra el camino a la nación a la que todos tenemos
derecho: amable y justa con sus hijas, con sus hijos, con sus gentes del campo;
dispuesta y capaz de construir su soberanía alimentaria, de proteger nuestro
patrimonio ambiental, justa y respetuosa con sus vecinos como principio y
condición de existencia.
Notas:
1. Semilla certificada propiedad de Monsanto; ver:
Grupo Semillas, “El fracaso del algodón transgénico en Colombia”, N°40/41, ,
Revista Semillas, Bogotá, 2009
2. Ver PATEL, Raj, (2008), Obesos y famélicos. El
impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial, Barcelona,
Editorial Los libros del lince, páginas 29 y siguientes
No hay comentarios:
Publicar un comentario